domingo, 15 de enero de 2012

LA ALEGORÍA DEL CARRUAJE

Adelante el sendero se abre en abanico.
Por lo menos cinco rumbos diferentes se me ofrecen.
Ninguno pretende ser el elegido, sólo están allí.
Un anciano está sentado sobre una piedra, en la encrucijada.
Me animo a preguntar:
-¿En qué dirección, anciano?
-Depende de lo que busques —me contesta sin moverse.
-Quiero ser feliz —le digo.
-Cualquiera de estos caminos te puede llevar en esa dirección.
Me sorprendo:
-Entonces... ¿da lo mismo?
-No.
-Tú dijiste...
-No. Yo no dije que cualquiera te llevaría; dije que cualquiera puede ser el que te lleve.
-No entiendo.
-Te llevará el que elijas, si eliges correctamente.
-¿Y cuál es el camino correcto?
El anciano se queda en silencio.
Comprendo que no hay respuesta a mi pregunta.
Decido cambiarla por otras:
-¿Cómo podré elegir con sabiduría? ¿Qué debo hacer para no equivocarme?
Esta vez el anciano contesta:
-No preguntes... No preguntes.
Allí están los caminos.
Sé que es una decisión importante. No puedo equivocarme...
El cochero me habla al oído, propone el sendero de la derecha.
Los caballos parecen querer tomar el escarpado camino de la izquierda.
El carruaje tiende a deslizarse en pendiente, recto, hacia el frente.
Y yo, el pasajero, creo que sería mejor tomar el pequeño caminito elevado del costado.
Todos somos uno y, sin embargo, estamos en problemas.
Un instante después veo cómo, muy despacio, por primera vez con tanta claridad, el
cochero, el carruaje y los caballos se funden en mí.
También el anciano deja de ser y se suma, se agregan los caminos recorridos hasta aquí
y cada una de las personas que conocí.
No soy nada de eso, pero lo incluyo todo.
Soy yo el que ahora, completo, debe decidir el camino.
Me siento en el lugar que ocupaba el anciano y me tomo un tiempo, simplemente el
tiempo que necesito para tomar esa decisión.
Sin urgencias. No quiero adivinar, quiero elegir.
Llueve.
Me doy cuenta de que no me gusta cuando llueve.
Tampoco me gustaría que no lloviera nunca.
Parece que quiero que llueva solamente cuando tengo ganas.
Y, sin embargo, no estoy muy seguro de querer verdaderamente eso.
Creo que sólo asisto a mi fastidio, como si no fuera mío, como si yo no tuviera nada que
ver.
De hecho no tengo nada que ver con la lluvia.
Pero es mío el fastidio, es mía la no aceptación, soy yo el que está molesto.
¿Es por mojarme?
No.
Estoy molesto porque me molesta la lluvia.
Llueve...
¿Debería apurarme?
No,
Más adelante también llueve.
Qué importa si las gotas me mojan un poco, importa el camino.
No importa llegar, importa el camino.
En realidad nada importa, sólo el camino.